Ideas para vivir la Misa

Queremos facilitar a los padres un material que les permita explicar a sus hijos cómo vivir cada una de las partes de la Misa. Cada domingo, antes de ir a misa, podéis repasar con vuestros hijos una de las sugerencias que se proponen y tenerla especialmente presente ese día.

La Misa consta de dos partes: la Liturgia de la Palabra y la Liturgia Eucarística, las cuales están tan estrechamente unidas entre sí, que constituyen un solo acto de culto. Consta además de algunos ritos que inician y concluyen la celebración.

rito-inicial

Ritos iniciales

entradaEntrada

Cuando avanza el sacerdote con el diácono y con los ministros, se da comienzo al canto de entrada.

Levántate enseguida para acoger dignamente a Cristo. Es Él quien viene a tu encuentro.

Dile unas palabras afectuosas y confíate a Él: “Señor, ayúdame a vivir bien esta Eucaristía. Estoy aquí por ti”.

Permanece atento a las palabras del canto de entrada. Cántaselas a Dios, que te escucha. Eso te ayudará a poner tu corazón en sintonía con el misterio que se va a celebrar.

Cuando veas al sacerdote avanzar hacia el altar, piensa en Cristo, que preside la asamblea eucarística. El celebrante principal de la Eucaristía es Él.


partes

Saludo al altar y al pueblo congregado

Cuando llegan al presbiterio, el sacerdote saluda al altar con una inclinación profunda. Y a continuación, como signo de veneración, besa el altar.

Cuando el sacerdote bese el altar, honra tú también a Cristo con unas pocas palabras muy sencillas: “Jesús, yo también te beso con todo el corazón”. Imagina con cuánta veneración besarían los apóstoles a Jesús.

Concluido el canto de entrada, el sacerdote de pie, en la sede, se signa juntamente con toda la asamblea con la señal de la cruz; después, por medio del saludo, expresa a la comunidad reunida la presencia del Señor.

El saludo del sacerdote y la respuesta de los fieles son muy breves. Por eso hay que permanecer muy atento de modo que no se convierta en una mera formalidad. Responde conscientemente al saludo del sacerdote.


 

partes_misa_1Acto penitencial

El sacerdote invita al acto penitencial, tras una breve pausa de silencio, se lleva a cabo por medio de la fórmula de la confesión general de toda la comunidad, y se concluye con la absolución del sacerdote que, no obstante, carece de la eficacia del sacramento de la Penitencia.

El sacerdote invita a los fieles al arrepentimiento: Hermanos, para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados. Haz un esfuerzo para ponerte cara a Dios, ¡aunque te cueste! Este camino siempre es liberador, porque la verdad es fuente de libertad.

¡Sé humilde y dócil! Acepta con alegría esta invitación del sacerdote, que procede del mismo Señor. Reconocer el pecado es siempre una llamada a la misericordia divina.
Aprovecha la breve pausa para entrar en ti mismo. Invoca al Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad, para que te haga ver lo que más te aleja de Dios.

Tras un breve silencio, todos reconocen sus pecados con la oración: Yo confieso…

Reconoce humildemente tu indigencia para que tu corazón entre en sintonía con el misterio eucarístico. Basta un impulso del corazón, un acto de contrición silencioso, para atraer la gracia divina. Piensa en el hijo pródigo o en los pecadores del Evangelio que acudían confiadamente a Jesús.

Mientras pronuncias en voz alta las palabras del acto penitencial, piensa en lo que dices. Reconoce tus miserias ¡Dios acoge con los brazos abiertos al que es humilde de corazón!

Señor, ten piedad. Siguen las invocaciones de desagravio que rezan alternadamente el sacerdote y los fieles:

La Iglesia hace suya la oración del publicano que el Señor nos ofrece como ejemplo: «El publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un  pecador”. ¡Imítale!

Mientras invocas así a Cristo, puedes pensar en la cananea que implora la curación de su hija diciendo: «¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí»; en Bartimeo, el ciego de Jericó, que no cesaba de gritar: «¡Jesús hijo de David, ten piedad de mí!»; o en los leprosos que suplicaban a Cristo: «¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros!»

Esta invocación litúrgica se dirige a Cristo. De todas formas, puedes utilizar de vez en cuando la triple repetición como una referencia a la Trinidad y dirigirte sucesivamente a las tres Personas divinas.


 

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Gloria a Dios en el cielo

El Gloria es un himno antiquísimo con el que la Iglesia glorifica a Dios.

Se canta o se dice en voz alta los domingos fuera de los tiempos de Adviento y de Cuaresma, en las solemnidades y en las fiestas, y en algunas celebraciones peculiares más solemnes.

La actitud que mejor se corresponde con el  Gloria es la de adoración y alabanza. La adoración supone reconocer la soberanía absoluta de Dios como Creador y Salvador. La alabanza, por el contrario, exalta la grandeza de Dios por sí mismo. Es una oración gozosa y desinteresada que anticipa la felicidad  del cielo.

Aprende a saborear las palabras de este himno. Para ello conviene pronunciarlas  pausadamente.

Fíjate en lo que le estás diciendo al Señor. Asegúrate, por ejemplo, de estar realmente convencido de que es bueno dar gracias al Señor por su inmensa gloria o reconocer verdaderamente al Hijo como el solo y único Señor

Cuando rezas el  Gloria, piensa  de vez en cuando en los ejemplos de júbilo  que encontramos en las Escrituras. El  júbilo de María en el «Magníficat»; el de los pastores que glorificaron y alabaron al Señor por  todo lo que habían visto y oído después del nacimiento de Jesús; los gritos de admiración de las multitudes ante los milagros y la predicación de Jesús; el asombro de los discípulos de Emaús que reconocen a Jesús tras su Resurrección; la alegría del paralítico sanado por Pedro y Juan que entró en el Templo con ellos «andando, saltando y alabando a Dios»


 

partes_misa_1Oración de colecta

En seguida, el sacerdote invita al pueblo a orar, y todos, juntamente con el sacerdote, guardan un momento de silencio para hacerse conscientes de que están en la presencia de Dios. Entonces el sacerdote dice la oración que suele llamarse “colecta” y por la cual se expresa el carácter de la celebración.

El pueblo uniéndose a la súplica, con la aclamación Amén la hace suya la oración

La actitud que se corresponde con la oración colecta es la del recogimiento y  la fe en la eficacia de la oración. Lo mismo se puede decir para  todas las peticiones y súplicas que dirijas a Dios durante la celebración  eucarística.

Cuando el sacerdote dice «Oremos», entra en ti mismo. Abre tu corazón a Dios. Háblale personalmente. Dile que quieres escucharle.

Y permanece atento a la oración que el sacerdote dice en nombre de todos. Deja que penetre en ti. Puedes ratificar una u otra palabra de esta oración en tu interior diciendo, por ejemplo: «Sí, eso es lo que pido. Eso es precisamente lo que te quiero decir».

Fíjate especialmente en la conclusión de la oración: «Por nuestro Señor Jesucristo,  tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos» (o una fórmula análoga). Deja que esas palabras penetren en ti, porque es nuestra unión con el sacerdocio de Cristo lo que hace eficaz nuestra oración. El mismo Jesús ha prometido: «Lo que pidáis  en mi nombre eso haré».

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Liturgia de la palabra

La parte principal de la Liturgia de la Palabra la constituyen las lecturas tomadas de la Sagrada Escritura, junto con los cánticos que se intercalan entre ellas; y la homilía, la profesión de fe y la oración universal u oración de los fieles, la desarrollan y la concluyen.

Silencio

La Liturgia de la Palabra se debe celebrar de tal manera que favorezca la meditación; por eso hay que evitar en todo caso cualquier forma de apresuramiento que impida el recogimiento.

Escucha atentamente la Palabra de Dios. Es un verdadero alimento espiritual que permite introducir más verdad y más amor en tu vida diaria. Ella te enseñará a identificar tu manera de pensar y de obrar con la del propio Cristo.

Invoca al Espíritu Santo durante la liturgia de la Palabra. Es Él, el Maestro interior, quien te guía hacia la verdad. Ábrele tu corazón. No hagas oídos sordos cuando te interpele a través de una frase que te conmueve especialmente.

La primera lectura

Los domingos se toma del Antiguo Testamento, excepto en el Tiempo Pascual, en que se toma de los Hechos de los Apóstoles. Al terminar:

Dios no se impone. A través de su Palabra se contenta con sugerirte alguna cosa y quizá te invita a cambiar tu actitud en este o en aquel punto concreto. ¡No te resistas! ¡Creer en Dios es adherirse a su Palabra y ponerla  en práctica!

Cuando oigas la aclamación final «Palabra de Dios», date cuenta de que lo que acabas de escuchar es realmente la Palabra divina ¡Si la acoges con fe, realiza en ti lo que proclama!

Al final de la lectura decimos: «Te alabamos, Señor». ¿Eres consciente de lo que estás diciendo? En la Sagrada Escritura Él te habla de su amor, te revela su intimidad y te hace conocer sus designios. ¿Es justamente eso lo que aprecias tú?

Salmo responsorial

Después de la primera lectura, sigue el salmo responsorial,  que favorece la meditación de la Palabra de Dios.

El salmista o el cantor del salmo,  proclama las estrofas del salmo, mientras que toda la asamblea permanece sentada, escucha y, más aún, de ordinario participa por medio de la respuesta.

El salmo, con su estribillo, te permite entrar en diálogo con Dios. Te sugiere cómo responder al Señor, que te ha hablado en la primera lectura. Reza, pues, el salmo, y sobre todo el estribillo, dirigiéndote conscientemente a Dios.

Cuando el salmo se canta, une tu voz a la de toda la asamblea. Canta para Dios que te escucha. ¡Deja hablar al corazón, alaba a Dios con toda tu alma! Y esfuérzate por cantar bien, en la medida de tus posibilidades.

Fija tu atención en el estribillo. Repítelo de corazón con la asamblea. Deja que resuene en ti. Muchas veces ilumina de un modo sorprendente lo que buscas o lo que te preocupa en ese momento.

La segunda lectura

Sólo se hace una segunda lectura los domingos y las solemnidades. Está tomada de las cartas de los apóstoles o del apocalipsis.

Sigue esta lectura como si estuviera dirigida solamente a ti. Verás cómo suele contener un punto concreto que te concierne directamente. Intenta quedarte con una palabra o una frase que te haya removido.

Procura no decir de forma maquinal « te alabamos, Señor» al final de la lectura. Dirígete a Dios con toda la asamblea. Y aunque te hayas distraído durante la lectura, o incluso si no la has comprendido, da gracias porque seguro que ha tocado el corazón de otros. 

Aclamación antes de la lectura del Evangelio: Aleluya

Después de la lectura, que precede inmediatamente al Evangelio, se canta el Aleluya u otro canto determinado por las rúbricas, según lo pida el tiempo litúrgico..

El Aleluya se canta en todo tiempo, excepto durante la Cuaresma.

Levántate enseguida antes de que resuene el primer Aleluya. Hazlo con alegría: vas a recibir al Salvador. En los estadios, todo el mundo se pone en pie como un solo hombre por un simple gol. No hagas menos por Cristo.

¡Atención al Aleluya! Dilo o cántalo como un grito victorioso de liberación. Piensa en el grito de los discípulos el día de Pascua: «¡Es verdad! El Señor ha resucitado». Considera las palabras del apóstol Tomás ante Cristo resucitado: «¡Señor mío y Dios mío!».

Cuando veas al sacerdote inclinarse para pedir al Señor que purifique su corazón y sus labios, pide tú lo mismo: «Señor, purifica mi corazón y mis oídos para que tu Palabra penetre en mí». El Evangelio es fuente de gracia cuando se recibe con un corazón humilde y puro.

El Evangelio

La proclamación del Evangelio constituye la cumbre de la Liturgia de la Palabra.

Los cuatro Evangelios son el verdadero centro de todas las Escrituras. Constituyen el testimonio por excelencia de la vida y la enseñanza de Jesucristo, el Verbo encarnado. Nos transmiten fielmente lo que hizo y enseñó realmente por nuestra salvación. Es Cristo mismo quien anuncia la Buena Nueva, la plenitud de la Revelación; nos habla en presente, como lo hizo mientras vivió en este mundo.

Cuando se proclama el Evangelio, es Cristo mismo quien acude a tu encuentro ¡Presta atención! Acoge sus palabras con fe. Estás aquí para encontrar a Cristo, para beber de Él, para dejarle obrar en ti.

Haz con convicción la señal de la cruz sobre tu frente, tus labios s y tu pecho. Es un gesto de purificación interior y de unión con Cristo. Así manifiestas tu deseo de conformar tus pensamientos (frente), tus palabras (labios) y tus obras {pecho) según la verdad del Evangelio.

A través del Evangelio aprendes a conocer y amar a Jesucristo. Es Él y sólo Él quien de verdad importa. Ponlo en el centro de tu vida. Haz de Él un punto de referencia. Así acabarás asimilando su manera de pensar y de obrar.

Homilía

La homilía es parte de la Liturgia y debe ayudarnos a acoger la Palabra de Dios y a ponerla en práctica.

¡Reza por quien pronuncia la homilía! Invoca al Espíritu Santo para que pueda llegar a la cabeza y al corazón de los fieles que le escuchan.

Dios te habla también a través de la homilía. No es un discurso más o menos logrado, sino un acto litúrgico. Escúchala con atención. Haz como los apóstoles que se acercaron a Jesús en busca de aclaraciones: «Explícanos la parábola». Intenta descubrir qué te quiere decir el Señor a través de la homilía. Verás cómo Él lo expresa claramente y te llenarás de gozo.

Profesión de fe

El Símbolo o Profesión de Fe, se orienta a que todo el pueblo reunido responda a la Palabra de Dios anunciada en las lecturas de la Sagrada Escritura y explicada por la homilía.

Cuando recitas el Credo, dices explícitamente: «Creo». Manifiestas, pues, públicamente tu fe. Que esta profesión de fe, señala san Agustín, sea para ti como un espejo. Mírate en él para ver si crees todo aquello en lo que dices creer, ¡Y alégrate cada día de tu fe!

Creer es un acto humano, consciente y libre. Pero no olvi­des que la fe es un don de Dios. Por eso, pide al Espíritu Santo que esclarezca y fortalezca tu fe.

Recita el Credo dirigiéndote a Dios. ¡Conviértelo en ora­ción! El Credo describe los beneficios de Dios en favor de los hombres. Intenta apreciar la grandeza de los dones que Dios nos da como Creador y Autor de todo bien, como Redentor y Santificador.

Recita el Credo con la alegría del que comparte la fe de toda la Iglesia. Estás repitiendo el mismo Credo de los prime­ros cristianos y de los mártires que dieron la vida por su fe. Así ocupas tu lugar en medio de los cristianos, que se suceden de generación en generación hasta el fin de los tiempos.

El «Amén» final retoma y confirma la primera palabra: «Creo». Creer es decir «Amén» a las palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios. Es fiarse completamente de Jesu­cristo. Por eso, pronuncia ese «Amén» final con fe y con amor.

Oración universal

En la oración universal, u oración de los fieles, el pueblo ofrece súplicas a Dios por la salvación de todos. Las intenciones de estas oraciones suelen ser las necesidades de la Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren diversas necesidades y por todos los hombres y por la salvación de todo el mundo.

El sacerdote invita a los fieles a orar con una breve monición; por ejemplo: roguemos al Señor.

Cuando digas «te rogamos, óyenos» o «Señor, escúcha­nos», dirígete personalmente al Señor con la certeza de obte­ner lo que pides.

Sé leal y reza por las diferentes intenciones que se expo­nen, aunque tengas tus propias «prioridades». ¡No seas mez­quino! Dios conoce bien tus necesidades.

Dile a Jesucristo, sin ruido de palabras, que te has unido a su oración y que presentas tus peticiones en su nombre.

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Liturgia Eucarística

En la última Cena, Cristo instituyó el sacrificio y el banquete pascuales. Por estos misterios el sacrificio de la cruz se hace continuamente presente en la Iglesia, cuando el sacerdote, representando a Cristo Señor, realiza lo mismo que el Señor hizo y encomendó a sus discípulos que hicieran en memoria de Él.

ofrendasPresentación de las ofrendas

Se llevan al altar los dones que se convertirán en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo. Al mismo tiempo se hace la colecta en la que se recoge dinero para los pobres o para la iglesia.

Siéntate con calma y concéntrate en el canto del ofertorio; si no lo hay, aprovecha ese momento para recogerte. Dile a Jesús algunas palabras de afecto; háblale como a un amigo.

Recuerda lo que dijo al comienzo de la Ultima Cena: «Ar­dientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, an­tes de padecer».

Que tu aportación a la colecta sea generosa. Dios te lo recompensará con creces.


2Cuando veas al sacerdote echar un poco de agua en el vino, reaviva tu deseo de unión con Cristo: «Señor, tómame, absórbeme como el vino absorbe el agua».

Mientras el sacerdote se inclina ante el altar, inclina tu espíritu delante del Señor. ¡Él comprende perfectamente lo que quieres expresar!

Cuando veas al sacerdote presentar la hostia y el cáliz –que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Cristo- presenta tú a Dios el don de tu vida: tu trabajo, tu tiempo, tu esfuerzo por portarte bien, por ayudar y servir a los demás.

El sacerdote se lava las manos a un lado del altar, rito con el cual se expresa el deseo de purificación interior. Únete al sacerdote. Pídele a Dios que le purifique interiormente para que pueda ejercer dignamente su ministerio.

Piensa también en ti. ¿No tienes la misma necesidad de purificación? Un sincero impulso del corazón siempre es fuente de gracia.

Oración sobre las ofrendas. Depositadas las ofrendas y concluidos los ritos que las acompañan, con la invitación a orar junto con el sacerdote, y con la oración sobre las ofrendas, se concluye la preparación de los dones y se prepara la Plegaria Eucarística.

El celebrante dice: Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso.

Responde enseguida a la invitación del sacerdote. Di claramente y de forma consciente: para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia. Esto te ayudará a purificar tus ideas y tus intenciones. Repite de vez en cuando estas hermosas palabras en el silencio de tu corazón, ¡y se te abrirán, sin duda, nuevos horizontes!

Plegaria Eucarística. La Plegaria Eucarística exige que todos la escuchen con reverencia y con silencio.

Acción de gracias, que se expresa especialmente en el Prefacio, con el cual el sacerdote, en nombre de todo el pueblo, glorifica a Dios Padre y le da gracias por toda la obra de salvación o por algún aspecto particular de ella.

Ahora hay que estar atento, porque se acerca el momento crucial de la misa. Date cuenta de que dentro de unos instantes vas a participar en el mismo sacrificio de Cristo. ¿Te has fijado en la belleza de este diálogo? Levantar el corazón hacia el Señor y darle gracias es el itinerario esencial de toda oración auténtica. Intenta dar a este diálogo cierta solemnidad: ese es el tono adecuado.

El sacerdote lee el Prefacio correspondiente a ese día. Haz del prefacio una oración de acción de gracias perso­nal en la intimidad de tu corazón: basta con dar gracias a Dios por esto o aquello, sin ruido de palabras.



31Cuando al final del prefacio el sacerdote hace referencia a los ángeles y a los santos del cielo, únete a ellos para adorar al Señor nuestro Dios que va a descender muy pronto sobre el altar. ¡Pídele que te ayude a adorarle dignamente!

Aclamación: Con la cual toda la asamblea, uniéndose a los coros celestiales, canta el Santo.

Reza este hermoso cántico en unión espiritual con todos los que están en el cielo. ¡Rézalo con alegría y convicción!

Piensa en la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén cuando lo cantes o recites. Manifiéstale tu alegría y tu entusiasmo como lo hicieron los habitantes de Jerusalén.

¡Sé delicado con el Señor, que viene a tu encuentro!


5Epíclesis: Con la cual la Iglesia, por medio de invocaciones especiales, implora la fuerza del Espíritu Santo para que los dones ofrecidos por los hombres sean consagrados, es decir, se conviertan en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, y para que la víctima inmaculada que se va a recibir en la Comunión sirva para la salvación de quienes van a participar en ella.

Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo espíritu estos dones… Dirígete en silencio al Espíritu Santo durante la epíclesis.

Él es el Santificador. Pídele que te santifique a ti también para poder participar dignamente del sacrificio de Cristo.

Cuando el sacerdote extiende las manos sobre el pan y el vino, piensa que ese mismo gesto lo han hecho sobre ti en tu bautismo y en tu confirmación. Es un gesto de santificación que expresa una protección, una consagración y un envío en misión.


4Narración de la institución y consagración: por las palabras y por las acciones de Cristo se lleva a cabo el sacrificio que Él mismo Cristo instituyó en la última Cena, cuando ofreció su Cuerpo y su Sangre bajo las especies de pan y vino, y los dio a los Apóstoles para que comieran y bebieran, dejándoles el mandato de perpetuar el mismo misterio.

Empieza a adorar al Señor desde el momento en que el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración. Dile cuánto le quieres con palabras muy sencillas.

Cuando el sacerdote muestra la hostia y el cáliz, ¡estás realmente delante del Señor resucitado! Dirígete a Él con breves oraciones que puedes repetir sin cansarte: «Señor mío y Dios mío», «Señor, au­méntame la fe, la esperanza y la caridad», o bien «Te adoro con profunda reverencia», o «Jesús, tú eres mi gran amor».

Cada consagración es una confirmación de la nueva y eterna Alianza, fundada en la Sangre de Cristo. Reafirma explícitamente tu unión con El y haz de ella el valor su­premo de tu vida.

Anámnesis: por la cual la Iglesia, al cumplir el mandato que recibió de Cristo por medio de los Apóstoles, realiza el memorial del mismo Cristo, renovando principalmente su bienaventurada pasión, su gloriosa resurrección y su ascensión al cielo.

Al  celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo.

Fíjate bien en todo lo que conlleva esta oración aparentemente simple: el pasado se hace presente, se anuncia el porvenir y tu propio sacrificio se une al de Cristo. Cuida especialmente esta ofrenda, que da un sentido nuevo a toda tu vida. Acostúmbrate a ofrecer tus alegrías y tus penas a Dios durante la misa. Dile en la intimidad de tu corazón: Yo también, como Jesús, me ofrezco enteramente a ti.

Oblación: por la cual, en este mismo memorial, la Iglesia, principalmente la que se encuentra congregada aquí y ahora, ofrece al Padre en el Espíritu Santo la víctima inmaculada. La Iglesia, por su parte, pretende que los fieles, no sólo ofrezcan la víctima inmaculada, sino que también aprendan a ofrecerse a sí mismos.

Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad…

Pide al Espíritu Santo que te santifique, que santifique a todos los fieles presentes y que santifique a toda la Iglesia. Santificar significa hacerse semejantes a Cristo.

Piensa a menudo en el cielo. Manifiesta tu deseo de obtener la dicha celestial. Únete a la ofrenda de toda la Iglesia para obtener, para ti y para todos los que amas, la vida eterna.


6Intercesiones: por las cuales se expresa que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia, tanto con la del cielo, como con la de la tierra; y que la oblación se ofrece por ella misma y por todos sus miembros, vivos y difuntos, llamados a participar de la redención y de la salvación adquiridas por el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Te pedimos, Padre, que esta víctima de reconciliación traiga la paz y la salvación al mundo entero…

Fíjate en las distintas personas que se nombran y confíaselas a Dios: basta con un pensamiento rápido. Reza también por los vivos y los difuntos que llevas de un modo especial en el corazón.

Cuando el sacerdote mencione la herencia de la vida eterna, dile al Señor que deseas de todo corazón la dicha del cielo para todos los que están en el purgatorio.

Ten confianza en las promesas de Cristo y en el poder de la gracia.


doxologia

Doxología final: por la cual se expresa la glorificación de Dios, que es afirmada y concluida con la aclamación Amén del pueblo.

Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Déjate llevar por el ritmo de esta alabanza sencilla y de gran belleza. Rézala interiormente al mismo tiempo que el sacerdote, saboréala, ¡pon en ella todo tu amor!

Pronuncia conscientemente el Amén final. ¡Dilo con todo tu ser!

  • Los ritos de la comunión

Puesto que la celebración eucarística es el banquete pascual, conviene que, según el mandato del Señor, su Cuerpo y su Sangre sean recibidos como alimento espiritual por los fieles debidamente dispuestos. Comulgar es algo grande y sagrado. Los ritos de la comunión nos preparan para comulgar bien.



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El Padre nuestro

En la Oración del Señor se pide el pan de cada día, que para los cristianos indica principalmente el pan eucarístico, y se implora la purificación de los pecados, de modo que, en realidad, las cosas santas se den a los santos. El sacerdote hace la invitación a la oración y todos los fieles, juntamente con el sacerdote, dicen la oración.

¡Alégrate de rezar el Padre nuestro, la oración que Jesús mismo nos enseñó! De este modo, rezas la misma oración que millones de cristianos han rezado antes que tú y millones de cristianos rezarán después de ti.

Cuando reces el Padre nuestro, fíjate en lo que dices: que cada petición se convierta en una petición personal; ¡y no olvides que estás utilizando las mismas palabras que el propio Jesús nos enseñó!

Cuando pidas al Padre el “pan nuestro de cada día”, manifiéstale interiormente ti deseo de comulgar bien. Dile a Dios que perdonas a todos los que te han ofendido, aunque no lo sientas así. ¡Purifica tu corazón antes de comulgar!

Rito de la paz

Sigue el rito de la paz, con el que la Iglesia implora la paz y la unidad para sí misma y para toda la familia humana.

 “¡La paz sea con vosotros!”. Son las primeras palabras de Jesús a sus apóstoles el mismo día de su Resurrección: medítalo. Pídele a Jesús la paz del alma; que haga de ti un sembrador de paz y de alegría en tu familia, en tu medio profesional, en tu parroquia: así contribuirás realmente a la paz y a la unidad de la Iglesia y de la sociedad.

¡Dale la paz al que tienes al lado como si se la estuvieras dando al mismo Cristo! Cuando le desees a alguien la paz, piensa en el amor que Cristo le tiene: ¡ha querido morir en la cruz para que también él se convierta en hijo de Dios!

La fracción del pan

La fracción comienza después de haberse dado la paz. El sacerdote toma la Hostia grande entre las manos y la parte encima de la patena. Reza por todos los que van a recibir el Cuerpo de Cristo: que comulguen con un corazón puro, humilde y generoso.

El gesto de la fracción del Pan realizado por Cristo en la Última Cena, que en el tiempo apostólico designó a toda la acción eucarística, significa que los fieles siendo muchos, en la Comunión de un solo Pan de vida, que es Cristo muerto y resucitado para la salvación del mundo, forman un solo cuerpo (1Co 10, 17).

Mientras el sacerdote introduce un fragmento de la Hostia en el cáliz, dile a Jesús que crees en Él, que te confías plenamente a Él, que quieres parecerte a Él. Dile al Señor que tienes necesidad de Él, porque sin Él no podemos hacer nada.

Mientras tanto se canta o se recita: Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros…

¡Repite estas invocaciones con cariño! Jesús se ha entregado por ti, ha querido morir para salvarte ¡y te invita al banquete nupcial que ha preparado en el cielo!. Dirígete a Jesús reconociendo que tienes necesidad de Él: ¡sólo Él puede purificar tu pecado! ¡Dile con convicción que cuentas con su misericordia!


comunion

Comunión

Reza en silencio. Prepárate para recibir dignamente a Jesucristo, tu Señor y tu Dios.

Cuando el sacerdote dice: “Este es el Cordero de Dios…” date cuenta de que te encuentras realmente delante de Jesucristo que se ha dejado clavar en la Cruz por ti: ¡y ahora está ahí, completamente tuyo! 

Permanece muy atento en el momento de decir: “No soy digno…” ¡Lo estás diciendo en singular! Reconoce sinceramente tu absoluta indigencia.

Al retomar las palabras del centurión de Cafarnaúm, la liturgia nos recomienda recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo con fe, humildad y amor al prójimo.

El sacerdote, después de comulgar con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, lee la ‘Antífona de Comunión’ que corresponde a ese día. Prepárate para comulgar con amor: reza por el sacerdote y por todos los que van a comulgar. Escucha bien la antífona de la comunión, que ilumina de un modo especial el encuentro con Jesús en la comunión.

Acércate al Señor con confianza, incluso aunque no sientas nada especial. Déjale obrar en ti: es Él quien te alimenta, te fortalece y te santifica.

Si tienes las disposiciones requeridas, comulga. En caso contrario, quédate en tu sitio y reza una comunión espiritual diciendo, por ejemplo: «yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos”. Y haz el propósito de confesarte lo antes posible para poder comulgar con fruto.

Después de comulgar, volvemos a nuestro sitio y rezamos en silencio.

Esfuérzate por permanecer en oración todo el tiempo que dura el silencio. Dile al Señor que le quieres y repíteselo a menudo. Lucha contra las distracciones. Agradece las maravillas que la comunión obra en ti. Te une más íntimamente al Señor, a su Padre y a su Espíritu, a tus hermanos. Te hace participar de su propia vida divina.

Habla personalmente con Jesús. Dile todo lo que sientes. Encomiéndale a las personas que quieres o las intenciones que llevas en el corazón. Si no sabes qué decir, puedes servirte de un folleto con las acciones de gracias y rezarlas despacio y conscientemente.

Mientras, con el pueblo sentado o de rodillas, tiene lugar la purificación, que es cuando se limpian la patena y el cáliz. Acto seguido, el sacerdote puede ir a la sede, o lugar destinado para sentarse. Si se estima oportuno, se pueden guardar unos momentos de silencio o cantar un salmo o cántico de alabanza.

Para terminar el rito de la Comunión, el sacerdote dice la oración después de la Comunión, en la que se suplican los frutos del misterio celebrado. Escucha atentamente la oración que el sacerdote dice en voz alta. Haz de ella una oración personal: así unes tu oración a la de la Iglesia. Y di conscientemente el Amén final.

despedida
Rito de Despedida

El rito de despedida, que pone fin a la celebración, comprende todo lo que tiene lugar una vez terminada la oración después de la comunión.

La ceremonia concluye con el envío: Podéis ir en paz. El propósito del envío final de la misa es que cada uno regrese a su bien obrar, alabando y bendiciendo a Dios.

Al terminar la misa, los fieles pueden salir del templo si lo desean o seguir en lo que se denomina la ‘Acción de Gracias’, en la que cada uno, en oración íntima con el Señor, se dirige a Él con confianza, cariño y delicadeza por haberlo recibido en la comunión.

Recuerda que Jesús viene a ti para acompañarte en la vida diaria. No te abandonará jamás. ¡Confía en Él. Porque para Él no hay nada imposible!

En el momento de la bendición, pide a Jesús que te bendiga como bendijo a sus apóstoles antes de dejarles para reunirse con su Padre.

Sal de allí alegre y confiado: ¡contento de haber encontrado a Cristo resucitado y deseoso de responder a su amor!